martes, 10 de noviembre de 2009

Testamento

¿Cuántos triunfos sabor acre? ¿Cuántas derrotas dulces? ¿Hasta cuándo entendí que en la gloria también se está muerto? Debí escribir un testamento, me arrepiento de no haberlo escrito. Pues la vida se me fue antes de abrir los ojos, mucho antes de darme cuenta que sería licenciado. No sé si morí durante la foto de generación o minutos después de firmar el pagaré de la beca. Ya no importa. No había diferencia, ni escapatoria. Seis meses antes, escribí un epígrafe. Previo a mi entierro, muchas veces, manejé mientras dormía y desperté en un estacionamiento sobre las ruinas de un parque jurásico, me acostumbre al olor del césped intacto, a la insoportable levedad de los alumnos, a conversar con las abejas que toman clase desde la ventana. También, quise escapar de clases con la facilidad de una abeja y ser una abeja, una prudente. Jamás lo conseguí, por eso, me echaron de clases. Cuando había que callar, hablé. Hice ruido donde el respeto se compra con silencio. Aunque me sacaron a patadas, no rendí pleitesías para quedarme. Ese fui yo. Más de una vez, no tuve invitación, porque dudé de todo y pregunté demasiado, por creer que el saber no podía ser un lujo, por mi adicción a romper reglas. Durante el cortejo fúnebre, escuché mi propia voz: “es vano el intento de guardar un estúpido silencio a estas alturas”. Y mientras la tierra caía sobre el ataúd, recordé el epígrafe: “Vivió muchos años sin medir que palabra echar, y después, sobrio por vez primera, murió”.

2 comentarios: