miércoles, 12 de agosto de 2009

Chaparrosa


Recorrimos los primeros treinta kilómetros de terracería como se recorre el semidesierto zacatecano: kilómetro tras kilómetro encuentras un sol infernal que quema los párpados, terrenos extensos sin principio ni fin y un mareo causado por la monotonía del trayecto. Nada cambia… (Al menos eso pensé en un principio).

Chaparrosa -un poblado de dos mil quinientos habitantes- apareció derrepente como una rata que cruza la carretera en un instante. También, surgió ese miedo ante lo desconocido que deja correr la adrenalina por las venas y que hasta cierto punto es manejable, más cuando te miran de reojo como advirtiéndote que serás vigilado, tendrás que andar entre cuadras y esquinas como un ser invisible predicador de la ley del “si no te metes con nadie, nadie se mete contigo” pues entre menos preguntes mejor. No es que los pobladores desconozcan la amabilidad, al contrario, pero un extraño es siempre un invasor malintencionado en potencia.

¿Por qué elegimos este lugar contrario a una piña colada en una alberca cerca de la playa, que me alejaba insensatamente del bullicio y la algarabía de tomarme unos tragos en el antro de siempre, con la gente de siempre, con el siempre predecible clímax musical de Luis Miguel y su chica del bikini azul que todos coreamos como mongoles cada fin de semana? ¿Por qué fuimos al lugar menos indicado para descansar si nos merecíamos unas vacaciones? Dije merecíamos, pero después de conocer el pueblo la respuesta que buscaba rondó en mi cabeza como el fragmento de una canción de moda que se repite una y otra vez, una y otra vez: “mataré al desquiciado que me dijo que merecía unas vacaciones”.

En Chaparrosa, tres familias ricas -dos de ellas parientes para variar- se dedican a la agricultura, son de esas familias donde el apellido entrega una carta de inmunidad al nacer. No vaya usted a creer que son de los que usan el procampo en gasto corriente porque no es rentable en otra cosa. Ellos sin pena ajena, se trajeron todos los avances tecnológicos del Congreso Internacional de Agricultura de Dubai, digamos que Dubai globalizó sólo las fincas de los señores feudales, y cuando digo sólo es solamente.

El día laboral comienzan a las seis de la mañana en los invernaderos y terminan cerca de las cinco de la tarde o hasta terminar de acomodar las cajas de Jitomate en un empaque norteamericano y apilarlas en el tráiler con destino a Hidalgo Texas, pues dicen que allá si pagan el precio del producto. Sería una falta de respeto negar que los agricultores ganan, aunque es una grosería mundial cuestionar al ganador del sudor de los pobladores, les hablo de un pobre hombre que se esfuerza hasta el agotamiento en una oficina con aire acondicionado haciendo llamadas todo el día para acomodar el producto que no produce, acá lo conocen como el brooker de Texas y nada más.

Si no estas acostumbrado, la aventura al interior del invernadero te asegura un pase directo al desmayo. Una gorra, sudadera deportiva y una reja de plástico son tus herramientas de trabajo para que una bofetada de calor a 45°C te de la bienvenida. Comienza recolección del fruto, que es lo más parecido a ponerse un traje de astronauta en la tierra y querer tocar la punta del pie.

Después de todo, acá ni se preguntan si el pueblo vive de los invernaderos o si los invernaderos viven del trabajo de los campesinos, repienso las consecuencias de prescindir de alguno de los dos y me espanto.

Nada cambia… ellos seguirán siendo comunistas naturales y yo quiero gritarle al mundo que un comercio justo no es necesario sino urgente. Ansío encontrar un empleo como el trabajo del campo, donde el descanso no existe nunca, donde la miseria es compartida y así sentirme menos culpable. En el silencio ensordecedor de la noche se escuchan los gritos internos de la pobreza.